
Los rituales de la ‘carvochá-chicharrona’ están llamando a tu puerta (I)

ASCENDIENDO POR EL PUERTO DEL ESPERABÁN
Autor: Félix Barroso Gutiérrez.
El que escribe estos renglones ascendió un par de veces por el intrincado y empinado puerto de ‘El Esparabán’, que se alza, como gigantesca mole, a unos 1300 metros sobre el nivel del mar. La primera vez hace ya un buen puñado de años, en compañía de mi amigo y paisano Miguel Ángel García García. La noche anterior no nos habíamos separado de la barra en las fiestas tradiciones de la alquería jurdana de El Castillo. Nos fuimos a montar la tienda de campaña cuando faltaba muy poco para amanecer. Era el mes de agosto y todas las estrellas beodas del firmamento se habían colocado en nuestro hipotálamo. Colocamos la tienda donde nos indicaron otros que iban también haciendo eses.
Debimos equivocarnos y la montamos, como el destino nos dio a entender, bajo la luz de la linterna, entre un montón de helechos y donde debería ser el lugar idóneo para que ciertos vecinos se ‘acurcuzaran’ para hacer necesidades que nadie podría ejercer por ellos. Con la merluza que llevábamos, ni nos enteramos. Yendo el sol bastante alto, nos despertamos y era insoportable el olor que nos invadía. Cogimos los ‘javíus’y medio escondidos por el monte, llegamos hasta el arroyo de ‘La Zambrana’y aquí, en una poza apartada, emprendimos zafarrancho de limpieza, a fin de espantar los fétidos olores de los rústicos y campestres excusados. Calentaba el sol y favorecía el rápido secado. Otra historia más para contar sobre aquellas trincheras juveniles y alocadas en las que nos metíamos un día sí y otro también.

Llegamos al pueblo de ‘La Aldigüela’(en castellano, La Aldehuela). Hablamos con la gente, amable y cariñosa, y comenzamos el ascenso del puerto del puerto de ‘El Esparabán’, del que el pamplonica Pascual Madoz e Ibáñez vierte un montón de inexactitudes y exabruptos, como de toda la comarca de Las JHurdes, en su kilométrico ‘Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar’. Unos quince años tardó en ponerle el punto final. Mediaba el siglo XIX.


En nuestra subida al puerto un caluroso día del mes de agosto, tras una noche de ronda y copas, se nos hacía muy cuesta arriba; nunca mejor dicho. ¡Qué bien se ven las montañas desde su base! Pero otra cosa es zigzaguear por sendas de cabras, que conforman todo un laberinto y, si el terreno no se conoce como es debido, acaba uno desorientado y la montaña nos puede y se ríe con sonoras carcajadas. La suerte nos acompañó cuando el agobio nos trepaba por el espinazo. Un ‘ángel’de La Aldehuela apareció entre el sotobosque. Isidoro Gómez Iglesias era su nombre de pila. Mozo solterón, ya metido en años. Le dimos una voz y se puso en guardia. Puso en el suelo la cesta que llevaba al hombro y aferró el garrote con las dos manos. –“‘¡Somos gente de paz!” -le gritamos. Nos acercamos y le extendimos las manos. –“Hay que dil previnius, no fuendu que te sarga una mala Jáncana pol estus montizalis; o el ‘Tíu del Untu’, anqui d’estus ya non se ven y pegan más con lus niñus chicus”-justificaba su actitud defensiva. Isidoro llevaba la cesta llena de manojos de orégano. Nos explicó que marchaba al pueblo salmantino de Las Agallas, al otro lado de la Sierra, con el fin de vender el ‘oriéganu’. ¡Casi diez kilómetros en línea recta entre La Aldehuela y las Agallas! Sacó dos manzanas de una bolsa que llevaba en bandolera y nos las ofreció con mil amores. Nos contaba que él había hecho muchas veces la travesía del puerto del Esperabán, de día y de noche; en verano y en invierno. Se lo conocía con los ojos cerrados.

– “Solu una ve me s’aparecierun las ‘Malsánimas’. Había escurecíu y me vinun a salil andi le dicimus ‘Lus Pasus Malus’. Na’más que barrunté la esquila y sintí el habral enreliau que se traían, cumu cantaris de lus muertus que le jacin rejilal a unu, encomencé a grital:
‘¡Juse! ‘Juse’ ‘Juse’…!
¡Malsánimas pal Tenebrón!
¡Váigansi pal Juendellín!
¡Quiéralu Nuestru Siñol!’
Y nos refería que echó a correr como si le persiguiera una jauría de perros rabiosos y no paró hasta sentirse seguro en las calles de La Aldehuela. Era la primera vez que oía aquellas extrañas palabras de ‘Malsánimas’, ‘Tenebrón’y ‘Juendellín’. Más tarde, las oiría muchas veces cuando salían a relucir en los seranos y en otros de los miles de ratos que, grabadora en mano, me senté al lado de mis fraternos jurdanus. Isidoro aseguraba que le salieron las ‘Malsánimas’ a su encuentro porque no había entregado ninguna limosna en el ‘Petitoriu de las Ánimas’ ni le habían pintado con un tizón la cruz en la frente el día de ‘La Carvochá’. Nos puso el buen amigo en camino hacia el pueblo de Las Vegas de Domingo Rey, más conocido por ‘Las Vegas del Pajar’, que cuentan que fue fundado por una familia de jurdanus, aunque ya son aguas que vierten hacia tierras salmantinas. Nos despedimos efusivamente de Isidoro, enderezamos el paso y llegamos en buena hora para meternos entre pecho y espaldas unos huevos fritos con chorizo y una buena ensalada de tomates en el único bar del pueblo. Por la noche, caímos redondos sobre las pajas de una parva de centeno. El firmamento reventaba de estrellas por todos sus costados.

JUAN GARCÍA ATIENZA

Pasando escasos años, volvería, en el crudo mes de diciembre, a emprender la misma caminata, en compañía de Juan García Atienza, el conocido escritor, documentalista y director de cine. Entonces, mi persona era un joven de tiza y encerado, con toda una tropa de alumnos en el Hogar-Escolar de Nuñomoral y metido, como de costumbre, en otras mil trincheras y tres mil barricadas. Contar cómo conocí a Juan García Atienza nos desviaría sería muy largo y nos desviaría de nuestra vereda. Juan ya era cincuentón. En La Aldehuela, nos advirtieron que no era época muy agradable para encumbrar el puerto del Esperabán, ya que la nieve era dueña de las alturas. Pero el afán de la aventura arriesgada la compartíamos los dos. Y, bien abrigados, emprendimos la marcha. Todo iba como miel sobre hojuelas y nuestras botas dejaban atrás más de media montaña. No tardamos en darnos casi de bruces con la nieve. Los caminos estaban borrados o apenas eran una culebreante e imperceptible senda. Decidimos tomar la vereda que se significaba más sobre el terreno. Con mucho tiento, con la nieve casi cubriéndonos los calcañares, fuimos avanzando lentamente, apoyándonos en el recio y alto palo del que íbamos provistos. Pero…, ¡ay, amigos!, llegamos a una pedriza que se asomaba al terrible vacío. Se distinguían solo algunas carrascas, porque la niebla era dueña y señora. Un resbalón nos podría enviar a otros submundos. Agarrándonos con desesperación a las matas cubiertas de nieve, aguantando casi la respiración, con lentitud de tortugas, avanzábamos, jugándonos el tipo, metro a metro. ¡Pero lo logramos! Nos abrazamos al pisar terreno seco, disiparse la niebla y ver, a lo lejos, las llanuras salmantinas. En adecuado recodo del sendero, encendimos una hoguera y entramos en calor. Algo loco sí que estábamos, pero ninguno de los dos teníamos madera de suicidas.

Seguía el mismo bar en el mismo sitio. Cuanto contábamos a los paisanos de Las Vegas la odisea, no se lo creían y estoy seguro que más de dos nos pensaron que andábamos mal de la azotea. ¡Menuda fecha! Día de los Santos Inocentes. Era domingo. Le recordé al tabernero la vez en que caímos por su bar y nos fuimos a dormir a la era, y, además, le cité a un montón de conocidos en los pueblos jurdanus que, desde antiguo, tuvieron tratos con los vecinos de Las Vegas, que no dejaban de ser de la misma estirpe, a tenor de sus orígenes. El caso fue que nos liamos de vinos con varios lugareños; algunos de los cuales eran oriundos del ‘Valle del Esparabán’. Los vinos transformaron el compadreo en fiesta y alguno que otro se lanzó a cantar. Juan, con buena mano, derivó los cánticos hacia sus mundos mistéricos y, al momento, surgieron una gavilla de estrofas arcaicas, con una letra y cadencia que nos remontaban a siglos que se nos escapaban de las manos. Todo un ‘Petitoriu de Ánimas’, que se había mantenido como reliquia en los mesencéfalos de los paisanos y que claramente provenían de las aldeas que bajaban a beber al río Esparabán. En su día, ‘Tíu’ Francisco Sánchez Gómez, tamborilero del pueblo de Las Erías, que ya se nos marchó en esa ida que jamás tiene regreso, nos cantó y nos tocó con su gaita y tamboril una larga versión de dicho ‘Petitoriu’. Pero sería Pablo Sánchez Sánchez, tamborilero del mismo lugar, alistado ya en el grupo ‘Estampas Jurdanas’, el que nos acompañaría a lo largo de un puñado de años en los rituales de ‘La Carvochá’, tanto en la alquería de La Jorcajá como en la de El Mesegal, donde se siguen celebrando actualmente. Este año, tales rituales, acompañados de aquellos otros de ‘La Chicharrona’, echarán a andar el día 1 del próximo mes de noviembre, sábado, festividad de Todos los Santos. Ni que decir tiene que los vecinos de El Mesegal, que abren de par en par sus brazos, recibirán a todos los que vayan llegando a primeras horas de la mañana con el café de puchero, el aguardiente y los ‘matajambris’, que también llámanlos ‘jartabellacus, y que vienen a ser unos deliciosos dulces tradicionales. No nos vamos. Seguiremos en la segunda parte.
«EN CASO DE QUE EL TIEMPO IMPIDIERA LLEVAR A CABO LOS RITUALES DE «LA CARVOCHÁ» Y «LA CHICHARRONA», QUEDARÍAN APLAZADOS PARA UNA FECHA QUE SE ANUNCIARÁ DE INMEDIATO».
Los rituales de la ‘carvochá-chicharrona’ están llamando a tu puerta (I)

