
TIMO Y MODERNEZ EN NAVIDAD
Félix Barroso Gutiérrez
‘Con mis mejores y heterodoxos deseos de que disfrutéis
de unas Nochigüenas como dios y el diablo mandan (me da
lo mismo que creáis o no en ellos), y no como ordena el
obeso y glotón Papá Noel y toda su parafernalia, os dedico
estas irreverentes líneas. ¡Ah!, y que el venidero año os
atropelle de verdad con su PAZ, LIBERTAD, IGUALDAD y
FRATERNIDAD y mande a tomar por saco a los hijos de su
madre que mueven con sus apestosos dedos los hilos del
mundo’
Benjamin George Bratt es un conocido actor estadounidense con raíces alemanas e inglesas por el costado paterno, y peruanas por el materno. Su madre, Eldy Banda, india quechua, siempre se caracterizó por ser una activista de los derechos humanos. ‘De buena casta le viene al galgo el que sea rabilargo’, dice un antiguo adagio. Por ello, Benjamin Bratt es, hoy en día, un acérrimo defensor de los indios americanos. De su boca escuchamos no hace mucho una rotunda frase: ‘Vivimos en una sociedad que, en su mayor parte, está moral y espiritualmente en bancarrota. Nuestra cultura es una cultura de consumismo. ¿Cuán sostenible es eso?’

Parece que, por ahora, su sostenibilidad, no social, sino en el sentido de sustentar o permanecer en el tiempo, goza de buena salud. Muchas veces nos preguntamos por qué se esfumaron tan prontamente aquellos años de nuestras pubertades, cuando, al llegar ‘Las Nochigüenas’, como decían por nuestros pueblos, se nos redoblaba la positividad y energía emocionales y nos veíamos embarcados en una nao atiborrada de realismos mágicos. Toda una ilusión recorrer las callejas, cargadas de humedades decembrinas, y apañar el musgo de las paredes de los huertos para conformar el liliputiense y colorista nacimiento que montábamos en las casas de nuestros padres, o aquel otro más grande, en la iglesia parroquial. Musgo para recrear los campos y cubrir aquellas montañas de corcho, cuyas cumbres espolvoreábamos con blanca harina de trigo. ¡Qué ensueño hecho realidad el desembaular aquellas frágiles figuras de arcilla! Algunas estaban mancas o cojas. No importaba. El caso era despertarlas del soporífero sueño de todo un año e insuflarles vida. Inmensa alegría montar el belén y, luego, cantar en torno a él, tocando aquellas zambombas artesanales, fabricadas con algún viejo puchero y una tripa del ‘guarrapu’ de la matanza. Desgranábamos los villancicos que habíamos oído cantar a toda la tribu, que era la que nos educaba y nos enseñaba a luchar por la vida.

¿Dónde aquel gallo del corral que se sacrificaba para la cena de Nochebuena, guisado como mandaba la tradición? Los hombres bebían el vino y el aguardiente de sus humildes bodegas, y las mujeres alguna copichuela de mistela o de un ponche con trozos de naranja, que sus manos fabricaban para estas fechas. No necesitábamos ningún ‘masterchef’ ni platos prefabricados y sofisticados, que, actualmente, se encargan a los restaurantes de la gran ciudad o incluso por Internet. Nuestras madres y abuelas eran unas excelentes guisanderas. Como postre, aquellas frutas de nuestros huertos, almibaradas o confitadas. Algún trozo de turrón, algún mazapán, algún polvorón, algunas peladillas…, pero no mucho de tales dulzainas, que no corría la moneda como hoy corre. Poco importaba. Teníamos nuestros dulces caseros y el turrón de pobres: un higo paso abierto y, dentro de él, una almendra o una bellota dulce. ¿Qué caminos tomó la ‘Misa del Gallo’, que se celebraba a las doce de la noche y llenaba el templo parroquial? Noches con heladas que cortaban como alfanjes. La iglesia era un témpano de hielo a tales horas, pero la gente campesina estaba más que acostumbrada a pasar frío en invierno y calor en el verano. ¡Qué bien lo hacían los quintos, subidos en la tribuna, cantando viejas tonadas navideñas y aporreando sus bonitas panderetas! Ellos mismos se las fabricaban con una piel de perro muerto y adornándolas con cintas de colores y sonajas. Acabado el acto religioso, muchos vecinos recorrían las casas de los más allegados, cantando, bailando y tocando lo mismo una sartén que un caldero, o llevando a su vera algún acordeonista o a alguno de los tamborileros del lugar. Cuando los hombres calentaban sus estómagos, todos se volvían compadres y no había prisa por irse a la cama. El salón de baile acogía a la mocedad, pero también a los casados, que iban medio doblados y parándose a cada instante con el fin de echarse al coleto un trago de la bota o darle un buen beso a la botella de aguardiente. Cerraba el salón a las tantas y, sin sentir la pelona que se cernía sobre las calles del pueblo, los mozos se disponían a rondar a las mozas. Se oían guturales y desafiantes ‘rejinchus’, entremezclados con los acordes de las rondeñas.

Por cierto, ¿qué pasó con ‘La Dentona’, ‘La Ujerosa’ y ‘El Jascu’o ‘El Desjerrau’? Míticos personajes engarzados con las nebulosas ‘Nochigüenas’ de la comarca de Las JHurdes, de los que nos hablaban nuestros nunca olvidados informantes allá por las décadas de los 80 y 90 del pasado siglo. Algunos paisanos, entrados en edad, hablaban que ellos mismos o sus padres y abuelos los conocieron en carne y huesos. Por las leyendas de la zona entran y salen, correteando a su aire, bajo las escarchas navideñas.
¿Qué camino tomó el ritual de dar ‘La Noragüena’ el día de Año Nuevo? ¿Y qué fue de aquellos rocines, tan sufridos para los trabajos del campo, en la noche de Reyes? Éramos ya zagalones y buscábamos en las viejas arcas de roble de nuestras abuelas. Nos convertíamos en Reyes Magos o en sus correspondientes pajes. Montábamos en aquellos jacos y, más anchos que panchos, íbamos arrojando caramelos, donados por ‘caritativas almas’, apenas el sol trasponía las montañas. ¿Dónde fueron a parar aquellas sandalias con mil mataduras, que colocábamos aquella noche mágica en nuestros balcones o ventanas? ¿Y a qué lugar emigraron nuestros ojos, que hacían esfuerzos sobrehumanos para no entrecruzar sus pestañas en la oscuridad nocturna…? El sueño los vencía y nunca lograban ver a los Magos de Oriente.

Hoy, a causa del timo de la maldita modernez, el descreimiento cabalga por mi hipotálamo; pero no por ello han extirpado la añoranza de las felices ‘Nochigüenas’ de mis infancias y pubertades. Todo lo contrario. Me he convertido en un ariete contra esa sociedad de consumo y esa espuria modernidad, máximes culpables de su aniquilamiento. No solo es que nos hayan vendido gato por liebre, sino que han pretendido, y lo han conseguido en gran parte, arrancarnos nuestras raíces y borrar nuestras identidades (¡y que los dioses nos libren de todo etnicismo!). Ya lo advertía Zygmunt Bauman, sociólogo, filósofo y ensayista polaco: ‘Además de tratarse de una economía del exceso y los desechos, el consumismo es también, y justamente por esa razón, una economía del engaño’. Consumismo-capitalismo-individualismo: toda una maldita triada que está conformando una sociedad según sus interesados parámetros. Si no gastamos lo suficiente en determinadas fechas, hemos fracasado y no podremos otorgarnos lo más bello y lo más fascinante, a tenor de su insaciable voracidad, a nosotros mismos ni a nuestros seres queridos.

¿A qué viene todo ese escandaloso encendido de nuestras calles y plazas un mes antes de la verdadera celebración de las fiestas navideñas? Las fiestas se celebran el día que les tocan y no cuando se les antoja a los politiquillos y politicastros de turno. Todo un descalabrado gasto energético, pagado con el dinero que es de todos, y toda una contaminación lumínica. Y nuestros pequeños pueblos, con sus raíces descarnadas y su identidad menguada, copian de la gran urbe y pretenden, en una perversa competición, superar a la localidad de al lado con un imperdonable derroche de ostentación y vanagloria. No son todas, pero sí abundan las fuerzas vivas que, revestidas de la ignorancia más supina, se dejan arrastrar por la marabunta y los espejismos de la triada mencionada y se creen los reyes del mambo al pretender convertir sus encantadoras aldeas, lugares y villas en un bufo remedo de lo que se cuece en la urbe masificada y sin personalidad. Hasta hemos visto en estos días, cuando nuestra región extremeña anda metida en la mercadería electoral, a políticos de los más diversos pelajes tocados con el gorro de Papá Noel. ¿Por qué, en vez de ese foráneo e impostado gorro, no se colocan, por ejemplo, el sombrero de ‘El Jascu’? Este personaje, propio de la mitología jurdana, gasta un curioso sombrero, extraño casco trenzado con juncias o juncos de los ríos y los arroyos. Sin lugar a dudas, debería ser elevado a la categoría del ‘San Nicolás’ extremeño. Motivos no le faltan. También lo nombran ‘El Desjerrau’.

Sobran bombillas, ‘papanoeles’ y gigantescos árboles nórdicos en nuestros pueblos. Menos bambolla y fastuosidad y más decoro y templanza. Nadie habla de austeridad eremítica. Nuestras gentes siempre gozaron y se divirtieron a tope en estas fechas tan entrañables, con menos dinero en los bolsillos, pero el suficiente para no derrocharlo; haciendo, a su vez, bueno y virtuoso el antiguo dicho: ‘El que compra lo que no necesita, se roba a sí mismo’. El comer y beber sin tasa, ‘a jinchapelleju’, como dicen por estos pueblos que se nos escapan hacia las tierras más norteñas de Extremadura, trae sus consecuencias. Las gulas navideñas requieren, según las recetas exigidas por el capitalismo-consumismo, las correspondientes dietas, que nadie las regala y la espiral consumista vuelve a entrar en juego. El profesor e historiador Yuval Noah Harari no se muerde la lengua al denunciarlo: ‘Cada año la población de Estados Unidos gasta más dinero en dietas que la cantidad que se necesitaría para dar de comer a toda la gente hambrienta en el resto del mundo’. Sí, la población de Estados Unidos, el país más consumista del orbe. ¡Menudo ejemplo a seguir!
TIMO Y MODERNEZ EN NAVIDAD
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